A las diez y media de la mañana Atila, el histórico dirigente de ETA, entró en el Pazo de Raxoi. Había escapado de la cárcel de Málaga aprovechando un motín y el Lehendakari lo había detenido cuando intentaba pasar a Francia poniéndolo inmediatamente a disposición de las autoridades españolas. No era el momento de presos comunes pero el “Gobierno Provisional del Reino” tenía como primera premisa, siempre que fuera posible, mantener la normalidad constitucional, además Atila era un asesino deleznable y no podían hacer la vista gorda. El gobierno lo trasladó al campo de concentración de Ponferrada. Allí ofreció al Director su colaboración para revelar la localización de los zulos que ETA tenía en territorio no ocupado y que podían ser utilizados por el ejército aliado. El Regente apenas tenía opciones, el recrudecimiento de los ataques estaba minando la moral de sus tropas y creía necesario dar un golpe de mano. Accedió a reunirse con el terrorista en Raxoi.
-“Tenemos Napalm” –dijo Atila.
-“¡Hijo de puta!” –gritó el Regente dando un puñetazo en la mesa. Se levantó y abrazó al asesino: “¡Grandísimo hijo de puta!”
Las recomendaciones del General en Jefe eran claras sólo con ataques indiscriminados a la población civil lograrían desestabilizar al califato andalusí y el Napalm de ETA, si realmente existía y estaba bien conservado, era una oportunidad única que les daría tiempo en tanto la ONU no enviaban los esperados refuerzos. El Regente sabía que esos ataques eran necesarios pero guardaba silencio porque no conseguía que le sonasen ajenos los nombres de Madrid y Granada.
-“Tenemos Napalm” –dijo Atila.
-“¡Hijo de puta!” –gritó el Regente dando un puñetazo en la mesa. Se levantó y abrazó al asesino: “¡Grandísimo hijo de puta!”
Las recomendaciones del General en Jefe eran claras sólo con ataques indiscriminados a la población civil lograrían desestabilizar al califato andalusí y el Napalm de ETA, si realmente existía y estaba bien conservado, era una oportunidad única que les daría tiempo en tanto la ONU no enviaban los esperados refuerzos. El Regente sabía que esos ataques eran necesarios pero guardaba silencio porque no conseguía que le sonasen ajenos los nombres de Madrid y Granada.
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