mércores, setembro 16, 2009

Apuntes tolstoianos I. De la obra a la vida (y viceversa).

Para Abril, tolstoiana contagiosa.

Uno de los mayores temores de los familiares y amigos de Lev Nicolaievich Tolstoi debió ser: «¿Escribirá esto que le estoy diciendo? ¿Cómo lo contará?» Porque si «el carácter autobiográfico» es una de las pesquisas más seguidas por periodistas y críticos en cualquier obra de ficción, en el caso del escritor ruso la inspiración en su vida es más que palpable.
Él mismo es Levin (en Ana Karenina) y Pierre (en Guerra y Paz) y el protagonista de muchos de sus relatos (dejando a un lado los evidentemente autobiográficos como sus 3 primeras novelas: Infancia, Adolescencia y Juventud). Y muchos de los episodios de su vida se reflejan en sus ficciones. Lev Tolstoi se declaró a su mujer, Sofía Andreievna, mostrándole una larga sarta de iniciales que ella descifró en unos segundos, como hace Levin con Kitti en AK; también como Levin le dió a leer todos sus diarios de juventud a su mujer antes de casarse y un par de cientos de ejemplos más se pueden comprobar fácilmente leyendo la estupenda edición de los Diarios del escritor que ha editado El Acantilado y comparándolos con sus ficciones.

Sofía Andreievna y Lev Nicolaievich (Fuente de la foto.)

Pero la influencia entre vida y obra es extraña, tanto que llegó a contar cosas en sus novelas antes de que pasaran (o pasaron porque las contó, que en estos casos nunca se sabe). En La sonata Kreutzer narra la venganza de un marido resentido de la sexualidad y celoso (vivo retrato de Lev Nicolaievich) por la infidelidad de su mujer con un pianista. Un tiempo después la mujer de Tolstoi, Sofía Andreievna, se enamora locamente de un pianista.
Y claro la propia vida se puede convertir en novela, y más con una trayectoria como la de Lev. En 1990 Jay Parini publicó en los EUA The last station novela basada en el último año de la vida de Tolstoi en la que sobre la base de los diarios del propio escritor y las personas que le rodeaban recrea los conflictos de aquellos días. No es una novela redonda, ni quizá buena pero sí regular y muy interesante para saber algo más de la vida de Lev Nikolaievich*.
La visión que Parini da en su novela sobre las relaciones del escritor con su esposa coincide más con mis sensaciones tras leer los diarios de Tolstoi que las que defiende William Shirer en Amor y odio, el tormentoso matrimonio de León Tolstoi y Sofía Andreievna (un muy buen ensayo editado por Anaya y Mario Muchnik en 1997).
Con Parini se cierra el círculo y la vida de Tolstoi se convierte en novela para volver, 100 años después, desde la ficción a desmentirnos parte de esa realidad que aún continuamos creyendo a pesar de todos los esfuerzos del maestro ruso.



* Hay una adaptación cinematográfica a puntito de estrenarse ¡¡el año que viene es el centenario de la muerte de Lev Nicolaievich y amenaza tormenta conmemorativa!!

xoves, setembro 10, 2009

EL ASCENSORISTA, UN OFICIO AÑOSO.

A los más jóvenes les resulta ridículo al subir a un ascensor encontrarse con ese ser humano que, casi siempre sonriente y barrocamente uniformado, nos espeta: «Buenos días, ¿a qué piso va?» Hogaño denostada, la de ascensorista fue una de las profesiones más apreciadas durante la formación de las sociedades occidentales tal y como ahora las conocemos. Hubo un tiempo en que nuestra Realidad sólo era un boceto, unas rayas azules sobre un mundo en blanco. Por aquel entonces, cada ser humano sabía a donde tenía que llegar y dedicaba todas las horas del día (que, antes del calendario juliano, eran 3 y media) a crear todo lo que hoy tenemos: las cordilleras, las hamacas, la democracia de partidos, los árboles, el sol, los embudos,... Apenas tenían tiempo para nada más y nadie se paró a aprender a leer, todo ocio era rechazado por un colectivo que tenía claro que hasta el más ínfimo esfuerzo debía estar orientado a alcanzar el Futuro. Un buen día, varios individuos que sentían en su pecho el oscuro designio de cardar las nubes se subieron a un ascensor para cumplir su vocación. Impotentes lloraron ante la botonera grabada con símbolos para ellos incomprensibles. Mateo Filstrup, herido en su orgullo, se encerró a escondidas en una biblioteca y con su sola voluntad y un par de huevos logró aprender los números y varias letras, todas consonantes. Tras esta gesta convocó a sus frustrados compañeros ante la puerta del ascensor bien temprano, a eso de los 10 primeros segundos de un nuevo día (al que llamaron «espumadera»). Los otros, como buenos neardentales, acudieron temerosos del ridículo. Mateo les hizo subir y apretó, no sin el miedo propio del autodidacta que asume por vez primera responsabilidades frente a terceros, el botón que ponía «100». Lograron subir y gracias a ellos disfrutamos de los estratocúmulos. Filstrup fue idolatrado desde aquel día y agasajado con las más anchas condecoraciones de su tiempo. De ahí la reverencia que todos los bípedos debemos a los ascensoristas.