El Regente, desde su despacho en la planta trigesimoctava del Pazo de Raxoi, intentaba imaginar como se hubiera visto la catedral desde aquella ventana. Habían pasado ya cuatro años desde el ataque a Santiago de Compostela con el que había empezado todo, cuatro años desde el bombardeo masivo a la ciudad santa que distrajo los esfuerzos del ejército, mientras comandos especiales tomaban los cuarteles. El ataque sincronizado a Compostela, Roma y Jerusalén, dejó a España sola en el concierto internacional porque las prioridades eran otras. Era necesario no reavivar la recientemente solucionada cuestión Palestina, sustituir al Papa,… ¿qué importaba España? El CNI desconfió de los estadounidenses e israelíes que llevaban tiempo buscando una zona de conflicto lejos de sus fronteras. El Presidente del momento apenas podía creer que sus aliados hubieran proporcionado los medios a los ejércitos islámicos, pero ¿quién si no? La República Francesa desde el primer momento prestó su apoyo incondicional pero el vertiginoso ascenso de los partidos de radicales religiosos (católicos, musulmanes y judíos) en su Asamblea Nacional maniató al ejecutivo que se limitó a gestionar la ayuda humanitaria exterior.
Compostela era una ciudad caótica que albergaba la sede del Gobierno y la Regencia en un complejo de edificios construido sobre las ruinas del Pazo de Raxoi frente al solar en que, en su día, se alzó la catedral. El resto de la urbe era un conglomerado de escombros, chabolas y edificios de nueva construcción en los que intentaba sobrevivir una población depauperada y enferma. Las ciudades que aún no habian sido bombardeadas mantenían un aspecto semejante al de antes de la guerra pero la suciedad, la falta de suministro eléctrico y de agua potable las había convertido en inhabitables. La población se concentraba en el campo y desde todas las comarcas se organizaban caravanas con destino al Portugal Libre y a Euskadi con el fin de abandonar el infierno en el que se había transformado la península Ibérica.
Compostela era una ciudad caótica que albergaba la sede del Gobierno y la Regencia en un complejo de edificios construido sobre las ruinas del Pazo de Raxoi frente al solar en que, en su día, se alzó la catedral. El resto de la urbe era un conglomerado de escombros, chabolas y edificios de nueva construcción en los que intentaba sobrevivir una población depauperada y enferma. Las ciudades que aún no habian sido bombardeadas mantenían un aspecto semejante al de antes de la guerra pero la suciedad, la falta de suministro eléctrico y de agua potable las había convertido en inhabitables. La población se concentraba en el campo y desde todas las comarcas se organizaban caravanas con destino al Portugal Libre y a Euskadi con el fin de abandonar el infierno en el que se había transformado la península Ibérica.
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