NAVIDAD DE CONSUMO, de Carmen Martín Gaite.
Recién pasada la Navidad persiste la resaca de las bebidas ingeridas por inercia y obligación, vacía el alma de contento y gris el nuevo día en la ventana, aún siguen disfrazadas de fiesta nuestras calles, izados los letreros que nos instan a ser felices, esas modernas tablas de la ley que prescriben entrar en los comercios a empellones, llevar paquetes en la mano y dinero en el bolso, aglomerarse sin designio, compadecer al subnormal, quedar bien con nuestros jefes y parientes, beber champaña, comer turrón, viajar a lugares paradisíacos y aparentar eterna juventud.
Todavía durante un par de semanas, hasta la llamada cuesta de enero, mientras los altavoces vomitan esa propaganda, estamos condenados a contemplar farolas orladas de guirnaldas en espiral, coronadas de bombillas las ramas escuálidas de los árboles y abarrotados los escaparates de mercancía refulgente innecesaria diseminada a los pies de maniquíes vestidos de raso y terciopelo, dioses de pacotilla cuyos ademanes, atuendos y peinados copiamos luego en nuestras anodinas celebraciones.
A lo largo de esta compulsiva existencia de seres abocados a la uniformidad y el progreso, no caben ya más fiestas que las improvisadas al calor de un encuentro, una música o una narración inesperada, si somos capaces de coger al vuelo y disfrutar de esas raras y excepcionales ocasiones. Pero las otras fiestas, las marcadas por el calendario, dejan de tener sentido cuando ya no se rememora la historia que dio origen a su celebración. Conmemorar es eso: recordar, y si el hilo de la memoria se ha quebrado, seguir fingiendo que se conmemora algo es una superchería y una traición a la fiesta.
¿Qué se celebra ya en la Navidad sino el triunfo sin freno del consumo? El cristianismo exaltaba la sobriedad y el amor. Si hoy ya nadie quiere vivir sin coche, nevera y televisión, y se tiene por idealismo necio y poco rentable compartir los sinsabores y alegrías del prójimo, ¿a qué viene seguir invocando con rutinaria falacia la noche de Belén para apuntalar una celebración que tan sólo al comercio beneficia? a no ser que alguien se empeñe en hallar un paralelo entre nuestras forzosas y malhumoradas peregrinaciones al volante y contra reloj cargados de objetos comprados por precepto con aquel placentero afluir de pastores hacia el pesebre por caminos nevados, guiados por la estrella inequívoca. Era un cuento de niños, ya lo sé. Pero la Navidad --y es lo que me interesa destacar—ha dejado de existir cuando ha dejado de contarse bien ese cuento y de rememorarlo.
Tal vez los últimos conmemoradotes de la Navidad fueron aquellos artesanos que amasaban aún hace quince años las figuritas de barro mediante las cuales se revivía y escenificaba esa historia en los hogares. Ahora, en los tenderetes de la plaza Mayor no existe una sola de esas efigies de barro y hay quien pagaría lo que fuera por tenerlas, se han convertido en una rareza de museo desplazadas por el imperio del plástico, de lo fabricado en serie. De poco sirve comprar esos personajes, aunque pretendan ser los mismos (el pastor friolero abrigado en su cerro, Herodes o los tañedores de flauta) y montar el belén. No tienen gracia porque nadie se la a insufla. Desde que aquel grupo, ya últimamente muy diezmado, de artesanos esmerados y piadosos, comprendió que no hacía negocio y se dejó sepultar por la competencia del comercio, los gestos y ademanes de los nuevos actores han perdido su ingenuidad y su fuerza de evocación: el cuento de la Navidad ya no se lo cree nadie porque está tergiversado, porque nos lo cuentan mal, sin ganas.
Y sin un auténtico deseo de representación, de rememoración, no hay fiesta que tenga valor; sólo podrá tener precio.
(Publicado en Diario 16 el 27 de diciembre de 1976, recogido en Tirando del Hilo. Artículos 1949-2000, de CMG. Siruela, 2006)
Lo que no quiere decir, creo yo, que sea precisamente hoy el día en que nos tengamos que rendir ante la posibilidad de una fiesta de verdad al calor de un encuentro, una música o una narración inesperada: Las navidades y su ejército de espumillón, exceso, hipocresía y lujo no pueden vencer a la Navidad.
Recién pasada la Navidad persiste la resaca de las bebidas ingeridas por inercia y obligación, vacía el alma de contento y gris el nuevo día en la ventana, aún siguen disfrazadas de fiesta nuestras calles, izados los letreros que nos instan a ser felices, esas modernas tablas de la ley que prescriben entrar en los comercios a empellones, llevar paquetes en la mano y dinero en el bolso, aglomerarse sin designio, compadecer al subnormal, quedar bien con nuestros jefes y parientes, beber champaña, comer turrón, viajar a lugares paradisíacos y aparentar eterna juventud.
Todavía durante un par de semanas, hasta la llamada cuesta de enero, mientras los altavoces vomitan esa propaganda, estamos condenados a contemplar farolas orladas de guirnaldas en espiral, coronadas de bombillas las ramas escuálidas de los árboles y abarrotados los escaparates de mercancía refulgente innecesaria diseminada a los pies de maniquíes vestidos de raso y terciopelo, dioses de pacotilla cuyos ademanes, atuendos y peinados copiamos luego en nuestras anodinas celebraciones.
A lo largo de esta compulsiva existencia de seres abocados a la uniformidad y el progreso, no caben ya más fiestas que las improvisadas al calor de un encuentro, una música o una narración inesperada, si somos capaces de coger al vuelo y disfrutar de esas raras y excepcionales ocasiones. Pero las otras fiestas, las marcadas por el calendario, dejan de tener sentido cuando ya no se rememora la historia que dio origen a su celebración. Conmemorar es eso: recordar, y si el hilo de la memoria se ha quebrado, seguir fingiendo que se conmemora algo es una superchería y una traición a la fiesta.
¿Qué se celebra ya en la Navidad sino el triunfo sin freno del consumo? El cristianismo exaltaba la sobriedad y el amor. Si hoy ya nadie quiere vivir sin coche, nevera y televisión, y se tiene por idealismo necio y poco rentable compartir los sinsabores y alegrías del prójimo, ¿a qué viene seguir invocando con rutinaria falacia la noche de Belén para apuntalar una celebración que tan sólo al comercio beneficia? a no ser que alguien se empeñe en hallar un paralelo entre nuestras forzosas y malhumoradas peregrinaciones al volante y contra reloj cargados de objetos comprados por precepto con aquel placentero afluir de pastores hacia el pesebre por caminos nevados, guiados por la estrella inequívoca. Era un cuento de niños, ya lo sé. Pero la Navidad --y es lo que me interesa destacar—ha dejado de existir cuando ha dejado de contarse bien ese cuento y de rememorarlo.
Tal vez los últimos conmemoradotes de la Navidad fueron aquellos artesanos que amasaban aún hace quince años las figuritas de barro mediante las cuales se revivía y escenificaba esa historia en los hogares. Ahora, en los tenderetes de la plaza Mayor no existe una sola de esas efigies de barro y hay quien pagaría lo que fuera por tenerlas, se han convertido en una rareza de museo desplazadas por el imperio del plástico, de lo fabricado en serie. De poco sirve comprar esos personajes, aunque pretendan ser los mismos (el pastor friolero abrigado en su cerro, Herodes o los tañedores de flauta) y montar el belén. No tienen gracia porque nadie se la a insufla. Desde que aquel grupo, ya últimamente muy diezmado, de artesanos esmerados y piadosos, comprendió que no hacía negocio y se dejó sepultar por la competencia del comercio, los gestos y ademanes de los nuevos actores han perdido su ingenuidad y su fuerza de evocación: el cuento de la Navidad ya no se lo cree nadie porque está tergiversado, porque nos lo cuentan mal, sin ganas.
Y sin un auténtico deseo de representación, de rememoración, no hay fiesta que tenga valor; sólo podrá tener precio.
(Publicado en Diario 16 el 27 de diciembre de 1976, recogido en Tirando del Hilo. Artículos 1949-2000, de CMG. Siruela, 2006)
Lo que no quiere decir, creo yo, que sea precisamente hoy el día en que nos tengamos que rendir ante la posibilidad de una fiesta de verdad al calor de un encuentro, una música o una narración inesperada: Las navidades y su ejército de espumillón, exceso, hipocresía y lujo no pueden vencer a la Navidad.
¡Muy feliz Navidad todo el año!
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