Establecidas las bases sobre las que actuar lógicamente –que según sea la osadía del impostor pueden ser mínimas- basta saberse personaje de ficción y actuar como tal, ni siquiera importa que haya contradicciones pues en la vida real también las hay. Con estas premisas es relativamente fácil que unos juristas aplaudan la necesidad de legalizar la compraventa de votos o algunos empresarios el absurdo “Apéndice para el control del empleado” ( The Yes Men) o que en algunos ensayos aparezcan citados como autores acaecidos determinados heterónimos ( J. M. Martínez Cachero en La novela española entre 1936 y 1980. Historia de una aventura., Castalia, 1985, pag. 43. cita el testimonio de Sabino Ordás para confirmar la existencia de uno de sus -del inacaecido don Sabino- personajes: Claudio Bastida y, más recientemente, M. A. González en sus Quinientas razones… también cita al señor Ordás. Como los creadores de S. O. – Aparicio, Mateo y Merino- lo suelen citar sin mencionar su carácter apócrifo la “falsedad” corre y su “existencia” se va reforzando con las continuas referencias).
Así opinaba también Ebenezer Bogle –un personaje de la Historia universal de la Infamia (1935) de J.L. Borges*- que con el fin de apropiarse de una herencia convence a su amigo Arthur Orton (un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad, cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones y conversación ausente o borrosa) para que se haga pasar por Roger Charles Tichborne (esbelto caballero de aire envainado, con los ojos vivos y la palabra de una precisión ya molesta) no lo hace él mismo porque es negro y quizá hay barrera que ni los más grandes fingidores pueden saltar, Así lo explica el propio narrador del relato: El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario, la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo. Bogle era más sutil: hubiera presentado un káiser lampiño, ajeno de tributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora; (…) Bogle sabía que el facsímil perfecto (…) era de imposible obtención. Sabía también que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo parecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más sencillos de convicción.
*Concretamente de su relato EL IMPOSTOR INVEROSÍMIL TOM CASTRO.
Así opinaba también Ebenezer Bogle –un personaje de la Historia universal de la Infamia (1935) de J.L. Borges*- que con el fin de apropiarse de una herencia convence a su amigo Arthur Orton (un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad, cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones y conversación ausente o borrosa) para que se haga pasar por Roger Charles Tichborne (esbelto caballero de aire envainado, con los ojos vivos y la palabra de una precisión ya molesta) no lo hace él mismo porque es negro y quizá hay barrera que ni los más grandes fingidores pueden saltar, Así lo explica el propio narrador del relato: El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario, la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo. Bogle era más sutil: hubiera presentado un káiser lampiño, ajeno de tributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora; (…) Bogle sabía que el facsímil perfecto (…) era de imposible obtención. Sabía también que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo parecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más sencillos de convicción.
*Concretamente de su relato EL IMPOSTOR INVEROSÍMIL TOM CASTRO.
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