CUENTOS.
Echó de menos la soledad que le había ahogado hasta ese momento. Estaba muy nervioso y sudaba a mares, el estabilizador de temperatura de su traje gastaba demasiada energía por lo que intentó tranquilizarse. Era tímido y le costaba relacionarse con los demás. « ¿Por qué me habrá tocado a mí?» Sintió la necesidad de rezar quizá en el momento en que menos sentido tenía una oración, aun así, recitando una vieja plegaria que le había enseñado su abuela, pidió fuerza para afrontar aquella prueba. Cuando el carro estaba a una distancia que consideró suficiente para que los seres le pudiesen ver, dejó sus “armas” (una llave de ajustes y la antena de repuesto) en el suelo y las alejó con su pie derecho. Pensaba que era la mejor forma de demostrar a los visitantes sus intenciones pacíficas. Uno de los hombres del carro pareció entender el gesto y tras mirar a sus compañeros sacó la espada de su funda y junto a la lanza la arrojó a la parte de atrás del carro. Los otros dos le imitaron. Parecía que todo salía bien. El carro se detuvo. Las tres criaturas, apoyándose en largos bastones, se bajaron y le miraron asombrados, tanto como él a ellos. Pronunciaron unas palabras, aquellos sonidos sin duda lo eran. El astronauta encendió el altavoz externo de su escafandra y dijo: « ¡Hola, muy buenos días!», con la mejor de sus sonrisas. Los hombres fijaron su atención en la nave y comenzaron a acercarse a ella. « ¡Alto!» -dijo interponiendo la palma de su mano en el trayecto de los aborígenes. «Es mi carro» -terminó señalando al de los tres seres. Ellos extendieron los dedos índice y corazón de sus manos derechas y los deslizaron desde su frentes a sus barbillas.
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