DECÍAMOS MAÑANA…
10-12-2216. Ni aún después de casi seis meses de intentar habitarlo me resulta fácil describir el lugar en el que me encuentro y eso que he llegado a desentrañar, al menos someramente, gran parte de su lento y burocrático funcionamiento. A cada instante descubro una cosa nueva, una costumbre que me hace recordar que soy un ser prehistórico para mis coetáneos. Intentaré, en estas crónicas que hoy comienzo, describirles las que fueron mis primeras impresiones y los aspectos más relevantes de esta sociedad que ustedes están contribuyendo a construir.
Evidentemente en el futuro esperaban mi llegada y una delegación científica de la empresa (Viuda de Gómez Honrubia y Cía. S.A., una extraña corporación que parece encontrarse tras cualquier proyecto desarrollado en la Tierra de 2216) que absorbió a la que había iniciado el proyecto que me embarcó en esta aventura, se puso en contacto conmigo nada más que los sistemas letárgicos del módulo espacial se desconectaron, a dos días de mi llegada al futuro. Me intentaron convencer para que participase en un programa de adaptación a la nueva realidad en la que tendría que vivir. Después de dos semanas en las que casi nada me enseñaron, siempre hablaban con reticencias y cautelas, decidí abandonar el curso alegando mi absoluta libertad. Llegamos a juicio (mucho después supe que aquello había sido un juicio): en una sala blanca ambas partes planteamos nuestras peticiones a un micrófono e, instantes después, una especie de teletipo dictaba una sentencia en la que, citando el caso Hall Bregg versus Viuda de Gómez Honrubia S.A.*, reconocía y garantizaba mi libertad y el derecho a una indem-nización de 100 € que luego descubrí que, en la actualidad, es astronómica. Además impuso a la Compañía la obligación de poner a mi disposición un instructor que me guiase «en mi peregrinar por el tiempo presente» (fue la primera constancia que tuve del prurito poético de los robots). Mi guía resultó ser un auricular que no me ponía en contacto con nadie sino que en sí mismo era un computador dotado de una potentísima inteligencia artificial, otro robot como el juez que me había liberado. Por lo que he visto (y salvo el caso de la industria pornográfica) apenas se han construido robots antropomórficos quizá por el miedo que sembraron durante el XX los escritores de ciencia ficción. Cicerone, la originalidad sigue escaseando, se llama el guía que me ha sido de gran ayuda a pesar de que no puedo dejar de sospechar que, además de la misión de guiarme, le han encomendado la de tenerme siempre controlado. Gracias a él mis primeros pasos por el futuro no han sido de todo infructuosos.
* Ver Retorno de las estrellas de Stanislaw Lem. Alianza Editorial. 2005.
Publicado en el número doce de Le Rosaire, julio de 2005.
10-12-2216. Ni aún después de casi seis meses de intentar habitarlo me resulta fácil describir el lugar en el que me encuentro y eso que he llegado a desentrañar, al menos someramente, gran parte de su lento y burocrático funcionamiento. A cada instante descubro una cosa nueva, una costumbre que me hace recordar que soy un ser prehistórico para mis coetáneos. Intentaré, en estas crónicas que hoy comienzo, describirles las que fueron mis primeras impresiones y los aspectos más relevantes de esta sociedad que ustedes están contribuyendo a construir.
Evidentemente en el futuro esperaban mi llegada y una delegación científica de la empresa (Viuda de Gómez Honrubia y Cía. S.A., una extraña corporación que parece encontrarse tras cualquier proyecto desarrollado en la Tierra de 2216) que absorbió a la que había iniciado el proyecto que me embarcó en esta aventura, se puso en contacto conmigo nada más que los sistemas letárgicos del módulo espacial se desconectaron, a dos días de mi llegada al futuro. Me intentaron convencer para que participase en un programa de adaptación a la nueva realidad en la que tendría que vivir. Después de dos semanas en las que casi nada me enseñaron, siempre hablaban con reticencias y cautelas, decidí abandonar el curso alegando mi absoluta libertad. Llegamos a juicio (mucho después supe que aquello había sido un juicio): en una sala blanca ambas partes planteamos nuestras peticiones a un micrófono e, instantes después, una especie de teletipo dictaba una sentencia en la que, citando el caso Hall Bregg versus Viuda de Gómez Honrubia S.A.*, reconocía y garantizaba mi libertad y el derecho a una indem-nización de 100 € que luego descubrí que, en la actualidad, es astronómica. Además impuso a la Compañía la obligación de poner a mi disposición un instructor que me guiase «en mi peregrinar por el tiempo presente» (fue la primera constancia que tuve del prurito poético de los robots). Mi guía resultó ser un auricular que no me ponía en contacto con nadie sino que en sí mismo era un computador dotado de una potentísima inteligencia artificial, otro robot como el juez que me había liberado. Por lo que he visto (y salvo el caso de la industria pornográfica) apenas se han construido robots antropomórficos quizá por el miedo que sembraron durante el XX los escritores de ciencia ficción. Cicerone, la originalidad sigue escaseando, se llama el guía que me ha sido de gran ayuda a pesar de que no puedo dejar de sospechar que, además de la misión de guiarme, le han encomendado la de tenerme siempre controlado. Gracias a él mis primeros pasos por el futuro no han sido de todo infructuosos.
* Ver Retorno de las estrellas de Stanislaw Lem. Alianza Editorial. 2005.
Publicado en el número doce de Le Rosaire, julio de 2005.
2 comentarios:
"Viuda de Gómez Onrubia" Jua, jua. Yo también leo a Kierkegaard...
Doy por celebrada la conversación que se inicia con "¡Qué listos eran los romanos!" y termina en "cor-de-ri-to" pasando por el chiste de los "cerditos ventrílocuos". Son los mejores en activo y de los mejores que conozco a la altura de Tip y Coll. Se merecen todos los homenajes que se le puedan hacer.
Fdo. Maurice Lacroix, el hombre impuntual
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